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IDENTIDADES ASESINAS - MAALOUF, AMIN

 

 

“Un joven nacido en Francia de padres argelinos lleva en sí dos pertenencias evidentes, y debería poder asumir las dos. Y digo dos por simplificar, pues hay en su personalidad muchos más componentes. Ya se trate de la lengua, de las creencias, de la forma de vivir, de las relaciones familiares o de los gustos artísticos o culinarios, las influencias francesas, europeas, occidentales, se mezclan en él con otras árabes, bereberes, africanas, musulmanas... Esta situación es para ese joven una experiencia enriquecedora y fecunda si se siente libre para vivirla en su plenitud, si se siente incitado a asumir toda su diversidad; por el contrario, su trayectoria puede resultarle traumática si cada vez que se confiesa francés hay quienes lo miran como un traidor, como un renegado incluso, y si cada vez que manifiesta lo que lo une a Argelia, a su historia, su cultura y su religión es blanco de la incomprensión, la desconfianza o la hostilidad”.

 

 

Son de alguna manera personas “fronterizas”, que debido precisamente a esa situación, tienen una misión: tejer lazos de unión, disipar malentendidos, hacer entrar en razón a unos, moderar a otros, allanar, reconciliar... Su vocación es ser enlaces, puentes, mediadores entre las diversas comunidades y las diversas culturas. Si se las insta continuamente a que elijan un bando u otro, entonces es lícito que nos inquietemos por el funcionamiento del mundo. Esos hábitos mentales tan arraigados en todos nosotros  reducen toda identidad a una sola pertenencia que se proclama con pasión. ¿Cuántos europeos sienten también , desde el País Vasco hasta Escocia, que pertenecen de una manera poderosa y profunda a una región, a su pueblo, a su historia y a su lengua?

 

 

¿Por qué tanta gente comete hoy crímenes en nombre de su identidad religiosa, étnica, nacional o de otra naturaleza?

 

Mi identidad es lo que hace que yo no sea idéntica a ninguna otra persona. Elementos: religión, nación, etnia, lengua, familia, profesión, provincia, pueblo, barrio, clan, pandilla, sindicato, empresa, partido, sexo...    

   

Aunque la identidad es muy compleja, nos comportamos como si no fuera así. Por comodidad, englobamos bajo el mismo término a las gentes más distintas: los serbios han hecho una matanza, los ingleses saquearon...

 

La identidad de una persona no es una yuxtaposición de pertenencias autónomas, basta con tocar una sola de esas pertenencias para que vibre la persona entera.

 

Después de cada mantanza étnica nos preguntamos, con razón, cómo es posible que seres humanos lleguen a cometer tales atrocidades. ¿Es una locura? Cuando son miles o millones los que matan, cuando el fenómeno se repite en un país tras otro, en el seno de culturas diferentes, decir “locura” no basta. Es una propensión de nuestros semejantes a transformarse en asesinos cuando sienten que su “tribu” está amenazada. El sentimiento de miedo o de inseguridad no siempre obedece a consideraciones racionales, a veces adquiere incluso un carácter paranoico. Toda comunidad humana, a poco que su existencia se sienta amenazada o humillada, tiende a producir personas que matarán convencidas que están en su derecho. Hay un Mr. Hyde en cada uno de nosotros; lo importante es impedir que se den las condiciones que ese monstruo necesita para salir a la superficie.

 

 

Este sentimiento de que actúan por la supervivencia de los suyos es una característica común a todos los que en estos últimos años, en varios rincones del planeta, desde Ruanda hasta Yugoslavia, han comentido los crímenes más abominables.

 

En ocasiones, las matanzas étnicas se ven, de manera consciente o no, como crímenes pasionales colectivos, lamentables sin duda, pero comprensibles y en todo caso inevitables, pues son “inherentes a la naturaleza humana”... Pero eso no es así. Hay muchas concepciones que han estado vigentes durante muchos siglos y que hoy ya no son aceptables, como por ejemplo la supremacía “natural” del hombre con respecto a la mujer, la jerarquía entre las razas, la tortura, la esclavitud...

 

 

Es necesario elaborar una nueva concepción de la identidad. Si a nuestros contemporáneos no se los incita a que asuman sus múltiples pertenencias, si se sienten obligados a elegir entre negarse a sí mismos y negar a los otros, estaremos formando legiones de locos sanguinarios, legiones de seres extraviados.

 

Los “fronterizos” que sean capaces de asumir plenamente su diversidad servirán de “enlace” entre las diversas comunidades y culturas, y en cierto modo serán el “aglutinante” de las sociedades en que viven. Por el contrario, los que no logren asumir esa diversidad suya figurarán a veces entre los más virulentos de los que matan por la identidad, y se ensañarán con los que representan esa parte de sí mismos que querrían hacer olvidar.

 

 

Cuanto más se impregnen los emigrantes de la cultura del país de acogida, tanto más podrán impregnarlo de la suya; y al revés: cuanto más perciba un inmigrado que se respeta su cultura de origen, más se abrirá a la cultura del país de acogida.

 

 

Cuando los emigrantes sienten que su lengua es despreciada, que su religión es objeto de mofa, que se minusvalora su cultura, reaccionan exhibiendo con ostentación los signos de su diferencia; es lo que pasa con el velo después de la larga lucha de las mujeres por su emancipación. La modernidad se ve, a veces, rechazada. En una reflexión sobre la identidad esto es clave. Y el ejemplo del mundo árabe es a este respecto revelador.  

 

 

Es importante que valoremos con perspectiva histórica el comportamiento de los hombres y de las instituciones. Lo que está sucediendo hoy no se corresponde con la naturaleza del Islam. En su historia hay una notable capacidad de coexistir con el otro. El islam había establecido un “protocolo de tolerancia” en una época en la que las sociedades cristianas no toleraban nada. Durante siglos ese “protocolo” fue la forma más avanzada de coexistencia que había en el mundo. Desde el siglo VII hasta el XV hubo en Bagdad y Damasco, en El Cairo, Córdoba y Túnez, grandes eruditos, grandes pensadores, artistas de talento; y hasta el siglo XVII y, a veces después, se siguieron haciendo grandes y hermosas obras en Ispahan, en Samarcanda, en Estambul. Los árabes no fueron los únicos que contribuyeron a ese movimiento. Desde sus primeros pasos, el islam estaba abierto, sin barreras, a los iraníes, a los turcos, a los indios, a los bereberes.

 

 

Pero poco a poco ha ido derivando hacia comportamientos intolerantes y totalitarios. ¿Por qué se nos presenta hoy como un baluarte del fanatismo?

 

 

Del mismo modo, podemos preguntarnos qué habría sido del cristianismo si no hubiera triunfado en Roma, si no se hubiera implantado en un territorio impregnado de derecho romano y filosofía griega, elementos en los que vemos hoy los pilares de la civilización occidental.

 

 

El cristianismo es hoy lo que las sociedades europeas han hecho de él. Éstas se transformaron, en lo material y en lo espiritual, y al hacerlo transformaron también el cristianismo. Obligada a hacer autocrítica cada día, enfrentándose a una ciencia ganadora que parecía desafiar a las Escrituras, enfrentándose a las ideas republicanas y laicas, a la democracia, a la emancipación de la mujer, a la legitimación de las relaciones sexuales prematrimoniales, de los hijos habidos fuera del matrimonio, de la anticoncepción, la Iglesia empezaba siempre por mantener la firmeza para después avenirse, adaptarse.

 

El siglo XX nos habrá enseñado que ninguna doctrina es por sí misma necesariamente liberadora: todas pueden caer en desviaciones, todas pueden pervertirse, todas tienen las manos manchadas de sangre: el comunismo, el liberalismo, el nacionalismo, todas las grandes religiones, y hasta el laicismo. Nadie tiene el monopolio del fanatismo, y, a la inversa, nadie tiene tampoco el monopolio de lo humano.   

 

La religión cristiana no ha sido desde siempre vehículo de modernidad, libertad, tolerancia y democracia. Ni la musulmana está abocada desde sus orígenes al despotismo y al oscurantismo.

 

Para Maalouf un creyente es simplemente el que cree en determinados valores –que resume en uno sólo: la dignidad del ser humano. El resto no son más que mitologías o esperanzas.   

 

Cuando los musulmanes del Tercer Mundo arremeten con violencia contra Occidente, no es sólo porque sean musulmanes y porque Occidente es cristiano, sino también porque son pobres, porque están dominados y agraviados y porque Occidente es rico y poderoso. Esto no es producto de la historia musulmana, sino de nuestra época, de sus tensiones, de sus distorsiones, de sus prácticas, de sus desesperanzas.

 

En Occidente surge a lo largo de los últimos siglos una civilización que se convertirá, tanto en el plano material como en el intelectual, en la civilización de referencia para el mundo entero. Su ciencia se convirtió en la ciencia, su medicina en la medicina, su filosofía en la filosofía. Y ese movimiento no ha hecho sino acelerarse, extendiéndose por todos los ámbitos y por todos los continentes al mismo tiempo. Es un hecho que no tiene precedentes en la Historia. Desde hace quinientos años, todo lo que influye de un modo duradero en las ideas de los hombres, en su salud, su paisaje o su vida cotidiana es obra de Occidente. El capitalismo, el comunismo, el fascismo, el psicoanálisis, la ecología, la electricidad, el avión, el automóvil, la bomba atómica, el teléfono, la televisión, la informática, la penicilina, la píldora, los derechos humanos, y también la cámara de gas... Sí, todo eso, la dicha del mundo y su desdicha, todo eso ha venido de Occidente.

 

Todas las demás culturas se han visto marginadas, reducidas a la condición de culturas periféricas, amenazadas de desaparición.

 

Los que viven en la civilización dominante pueden transformarse, avanzar en la vida, adaptarse, sin dejar de ser ellos mismos. Para el resto del mundo, para todos los que han nacido en el seno de las culturas derrotadas, la capacidad de recibir el cambio y la modernidad se plantea en otros términos.  Significa abandonar una parte de sí mismos. El proceso no se ha desarrollado nunca sin una cierta amargura, sin un sentimiento de humillación y de negación. Sin una dolorosa interrogación sobre los riesgos de la asimilación. Sin una profunda crisis de identidad.     

  

El ascenso de lo religioso se explica en parte por el hundimiento del comunismo, en parte por el punto muerto en que se encuentran diversas sociedades del Tercer Mundo, y en parte por la crisis  qe sufre el modelo occidental. Pero la magnitud del fenómeno y sus matices no pueden entenderse sin tener en cuenta la muy espectacular evolución que se ha producido recientemente en el ámbito de las comunicaciones y el conjunto de fenómenos que se ha dado en llamar “mundialización”. Ésta provoca, como reacción, un reforzamiento de la necesidad de identidad. Y también, debido a la angustia existencial que acompaña a los cambios tan bruscos, un reforzamiento de la necesidad de espiritualidad. La religión trata de responder a las dos necesidades. Las comunidades de creyentes se presentan como tribus planetarias. La adhesión a una fe que iría más allá de la pertenencia a una nación, a una raza y a una clase social es para algunos su manera propia de mostrarse universales. Esto no puede despreciarse, de un plumazo, como un momento histórico que va a estar pronto superado.

 

Todos y cada uno de nosotros somos depositarios de dos herencias: una, “vertical”, nos viene de nuestros antepasados, de las tradiciones de nuestro pueblo, de nuestra comunidad religiosa; la otra, “horizontal”, es producto de nuestra época, de nuestros contemporáneos. Es esta segunda la que resulta más determinante, y lo es cada día un poco más; sin embargo, esa realidad no se refleja en nuestra percepción, sino la otra. Hay un abismo entre lo que somos y lo que creemos que somos.

 

A gran parte de nuestros semejantes la mundialización no les parece una formidable mezcla que enriquece a todos, sino una uniformización empobrecedora y una amenaza contra la que han de luchar para preservar su cultura propia, su identidad, sus valores.

 

El postulado básico de la universalidad es considerar que hay derechos que son inherentes a la dignidad del ser humano, y que nadie debería negárselos a sus semejantes por motivos de religión, color, nacionalidad, sexo o cualquier otra condición. Esto quiere decir que toda violación de los derechos fundamentales de los hombres y las mujeres en nombre de tal o cual tradición particular –religiosa, por ejemplo- es contraria al espíritu   de universalidad. Las tradiciones sólo merecen ser respetadas en la medida en que son respetables, en decir, en la medida exacta en que respetan los derechos fundamentales de los hombres y las mujeres.

 

En paralelo con la lucha por la universalidad de los valores, es imperativo combatir la uniformización empobrecedora, la hegemonía ideológica, política, económica o mediática, la unanimidad embrutecedora, todo lo que es una mordaza para la multiplicidad de expresiones lingüísticas, artísticas, intelectuales. Todos, si sabemos utilizar los inauditos medios de que hoy disponemos, podemos influir de manera significativa en nuestros contemporáneos y en las generaciones venideras. A condición también de que tengamos algo que decirles.

 

Esa cultura que se está elaborando día a día, ¿en qué medida será una cultura esencialmente occidental, e incluso muy concretamente americana? ¿Qué va a ser de las diversas culturas? ¿Qué va a ser de las numerosas lenguas que hablamos hoy? Si cada uno de nosotros se viera conminado a renegar de sí mismo para acceder a la modernidad tal como ésta se define y se definirá, ¿no se generalizarían las reacciones retrógradas y con ellas la violencia?

 

El autor trata de entender de qué manera esa mundialización exacerba los comportamientos relacionados con la identidad, y de qué manera podría un día reducir su potencial de muerte.  Para eso es esencial que la civilización global que se está construyendo no parezca exclusivamente americana; es necesario que todos puedan reconocerse un poco en ella, identificarese un poco con ella, que nadie se vea inducido a pensar que le es irremediablemente ajena y, por tanto, hostil.

 

De todas las pertenencias que atesoramos, la lengua es casi siempre una de las más determinantes. Al menos tanto como la religión. Esta última tiene vocación de exclusividad, y la lengua no. La lengua es a un tiempo factor de identidad e instrumento de comunicación. Es vocación de la lengua seguir siendo el eje de la identidad cultural,  y la diversidad lingüística el eje de toda diversidad. Todo ser humano siente la necesidad de tener una lengua como parte de su identidad. Todos necesitamos ese vínculo poderoso y tranquilizador. Pero no basta con la lengua propia, la que forma parte de la identidad, y la lengua mundial, el inglés. El único camino posible es el de una acción deliberada que consolide la diversidad lingüística, que la incorpore a las costumbres, partiendo de una idea nada complicada: es obvio que, hoy, todo el mundo necesita tres idiomas. El primero es el que forma parte de su identidad; el tercero, el inglés. Entre ambos, es imprescindible fomentar el conocimiento de un segundo idioma, libremente elegido, que sería la lengua del corazón, la lengua adoptiva, la lengua elegida.

 

 

Identidades asesinas es una denuncia apasionada de la locura que incita a los hombres a matarse entre sí en el nombre de una etnia, lengua o religión. Una locura que recorre el mundo de hoy desde Líbano, tierra natal del autor, hasta Afganistán, desde Ruanda y Burundi hasta Yugoslavia, sin olvidar la Europa que navega entre la creación de una casa común y el resurgir de identidades locales en países como el Reino Unido, Bélgica o España. Desde su condición de hombre a caballo entre Oriente y Occidente, Maalouf intenta comprender por qué en la historia humana la afirmación de uno ha significado la negación del otro. Pero al mismo tiempo rechaza la aceptación resignada y fatalista de tal hecho. Su mensaje es que se puede ser fiel a los propios valores sin verse amenazado por los de los demás. Ejemplos históricos, filosóficos y religiosos ilustran su teoría. Cuando a Maalouf se le pregunta si se siente más libanés o más francés él responde que por igual. Y no lo hace por diplomacia: "Lo que me hace ser yo mismo y no otro -dice Maalouf- es que estoy a caballo entre dos países, entre dos o tres lenguas, entre varias tradiciones culturales. Ésa es mi identidad...". Identidades asesinas es un canto al ciudadano frente a la tribu, una llamada a la tolerancia.

 

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