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MELOCOTONES HELADOS - FREIRE, ESPIDO

 

Mi opinión: Un libro simple, que entretiene, pero poco más.

 

En las novelas de Espido Freire se nos presentan las múltiples caras de la fragilidad humana desde un punto de vista distante y frío que evita todo juicio de valor. Lo mágico y lo misterioso conviven con la realidad de nuestros sueños, nuestros deseos y nuestra memoria.

 

 

Me quedo atónita viendo lo que los críticos literarios llegan a decir. Yo estoy de acuerdo con el primero, pero vemos que hay otros puntos de vista.

 

Los helados somos nosotros. Revista Qué Leer.

 

… se entiende que un iluso depositara esperanzas en alguien con un currículum de auténtica escritora como el de Espido Freire, autora de dos novelas -Irlanda (Planeta) y Donde siempre es octubre- recibidas con alentador alborozo. Pero ya se sabe que la máxima de Lope de Vega sobre el gusto del vulgo morirá junto con la civilización y que un fajín que da fe de una primera edición de 210.000 ejemplares obliga a tomar pocos riesgos si se confía en recuperar la inversión.

 

Es sintomático de la esclerosis múltiple que aqueja a esta aséptica novela el que en ella nos hable Freire de desgracias familiares, de perturbaciones psicológicas, de la insatisfacción y resignación de los humildes, de cancerosos rencores e imperdonables olvidos, de suicidios y desapariciones infantiles... sin conseguir estremecernos o conmovernos en lo más mínimo con su narración inerte y desapasionada y su pulso adormecedor.

 

 

La ciudad de las estrellas. La Razón.

 

La Razón, 6 de Noviembre de 1999.

 

Ya en Irlanda, Espido Freire había optado con cierta inteligencia por la parábola, de tal manera que este artificio, aunado a una rara cualidad por la evocación lírica, dio como resultado una de las novelas más celebradas del pasado año. Ahora, con Melocotones Helados, Espido Freire retoma el mismo tono, hace de la memoria el territorio de la fraternidad, del amor, y reúne, junto a una concepción eficaz de la narrativa, eso de que cada acción debe llevar en consecuencia a la siguiente, un equilibrio en la estructura que hacen de esta novela la digna sucesora de aquella primera que causó cierta expectación.

 

Comienza Melocotones Helados con una evocación lírica, pero muy ajustada, con ese minimalismo obsesivo de que hace gala Espido Freire, de un territorio que pronto se revelará como el paraíso perdido, Duino, en clara contraposición con Desrein, la otra ciudad, la grande, la que siempre está envuelta en brumas, y es brutal y activa a la vez, la capital, donde la vida es imposible de ser vivida. Conviene fijarse en esa dualidad entre las dos ciudades, lo que cada una de ellas representa, porque en esta novela esa dualidad se revelará esencial. Hay así una Duino que siempre será contrapuesta a una Desrein, pero hay también en los personajes de esta novela una suerte de equilibrio de contraposición en los caracteres que, curiosamente, llevará a un desenlace dramático, la de la pérdida de la seguridad, de ese paraíso ya perdido para siempre y, lo que es peor, esa pérdida se deberá a un malentendido, que añade al drama la sensación del absurdo.

 

No conviene extrapolar intenciones sociales y políticas referentes a la España de hoy en esta novela. Espido Freire se sienta a sus anchas en la parábola, al fin y al cabo es un modo de controlar el mundo, no puede escapársele, y es en ese territorio donde ocurren las historias que se nos describen. Quien quiera ver en los Caballeros del Grial alguna correspondencia con bandas armadas, o en la Hermandad de Excombatientes del río Besra reminiscencias de los que lucharon en el Ebro, o incluso en la misma Desrein descripciones que semejarían un Bilbao desesperado se equivocan: el territorio inventado por Espido Freire funciona en su propia coherencia y es en ella donde conviene fijarse para destacar los defectos o los aciertos literarios. Dijimos antes que la estructura de la novela se revelaba en la dualidad: dos es el número de las ciudades; al abuelo, en realidad el personaje principal del libro, se le contrapone un Melchor Arana como símbolo de la maldad; a una Elsa grande le corresponde, asimismo, una Elsa chica que, en la narración ocupará el lugar del destino, aquello a lo que uno no puede escapar. El desenlace de la novela, pues, estará enmarcado por esa dualidad, desenlace que marcará para siempre a Elsa grande.

 

Pero ese sentido tiene también una correspondencia en el tiempo. Una de las cualidades más notables de la novela consiste en establecer ese paralelismo entre el destino del abuelo en su juventud y el de su nieta Elsa muchos años después y en unas circunstancias políticas y sociales distintas. Ambos se refugian en Duino como el recurso último de la supervivencia y a ambos el destino les persigue hasta allí.Las cualidades de esta novela están reflejadas en lo hasta ahora dicho. Espido Freire acierta siempre cuando escribe el peculiar mundo de la familia. Quizá el personaje de Rodrigo, el novio de Elsa, esté deslavazado en aras de una eficacia que tiene también sus vicios, el de restar complejidad a los personajes, pero lo que realmente importa, el mundo íntimo familiar, el que resta como Paraíso Perdido, está narrado con una intensidad que es el verdadero logro de la novela.

 

 

La imaginación y sus límites. ABC

 

Aunque el Premio Planeta sea siempre imprevisible, pues anda ya desde hace cuarenta y siete años dando fructíferos bandazos, su desconcierto mismo tiene algo que lo hace previsible, bien que de distintas maneras. Su éxito -su mayor y mejor constante- está siempre asegurado, aunque nos llegue por caminos muy diferentes, algunos de ellos literarios, otros no, y en su mayor parte mezclando la literatura y el comercio en dosis más o menos dispares. Este año se ha inclinado más por lo primero, lo que es una suerte para la premiada, para la literatura misma, para los lectores preocupados por ella, y es de esperar que para el propio premio. Pues si hay una constante en la recién iniciada obra de Espido Freire es la de su «voluntad literaria», ampliamente demostrada en las tres novelas que nos ha concedido en año y medio, mientras iba cumpliendo además el primer cuarto de siglo de su edad.

 

Alguno de estos caracteres están demasiado de acuerdo con lo que el Premio Planeta exige, pues es joven y mujer, datos que el mercado adora y potencia cada vez más. Y hay otro, el de haber publicado sus dos novelas anteriores en el mismo grupo, como si la empresa premiara a alguien de la casa, pero no creo que este dato sea significativo sino casual, pues tampoco ha agotado aquellas primeras ediciones, aunque fueran en su día bien recibidas por una crítica que siempre se le ha mostrado inicialmente favorable. Porque además es imposible pasar por alto sus raras cualidades, dejar de apreciarlas y estimarlas, lo que sin duda habrá influido también en la concesión de un premio, que pese a todo no creo que en su caso haya sido dado de antemano, dado el leve retraso en su publicación con relación a lo sucedido en otras más expeditivas ocasiones.

 

Tanto mejor para Espido Freire, que parece haber ganado en buena lid, pese a ser joven, mujer, autora de la casa y aun así no haber perecido en el intento. Una escritora jovencísima que empezó con Irlanda (Planeta, marzo de 1998), narración sugestiva, prometedora y bastante original, tanto por su escritura como por el trasfondo que revelaba, la historia de una adolescente perseguida por unos mortales fantasmas familiares no exenta de detalles terrestres y perversos, y que iba «aprendiendo» a odiar, hasta llegar al asesinato. Era más una novela de ambiente que de personajes, y su extraño argumento se sostenía en un misterioso y vago lenguaje, más apto para lo fantástico que para las historias familiares al uso. Su siguiente novela nos llegó meses después - Seix Barral, en febrero de 1999-, Donde siempre es octubre, que era mucho más ambiciosa y hasta casi rozaba el hermetismo, pues parecía como si la escritora se hubiera liberado ya de todos sus corsés más o menos adolescentes, hubiera hecho estallar todas las costuras de la historia hasta dispersarla en una serie de relatos breves tan inquietantes como misteriosos, donde se abandonaba a su propia suerte al lector para que recompusiera una novela quizás imposible. Y donde, por cierto, algunos de sus capítulos son espléndidos como cuentos aislados, como el 8 («Ratas en el espejo»), el 10 («Samael") o el 17 («Natillas»). Sin embargo, en este libro fundamentalmente destrozado en sus distintos relatos -aunque unidos por su fuerte, denso y personal estilo y por el mágico y telúrico ambiente en el que se inscriben- el arte de Espido Freire alcanzaba frágilmente sus mejores cotas, aunque el resultado fuera de menor entidad cara al mercado, y quizá por ello este mismo grupo editorial la publicó en su sello más prestigioso y elitista.

 

Y ahora nos llega esta tercera novela ocho meses después, lo que indica con toda claridad que Espido Freire puede ser una potencia narrativa de primera magnitud, pues o bien escribe a una velocidad bastante vertiginosa, o bien tenía ya redactadas estas novelas con anterioridad en mayor o menor medida, y en este caso, ¿cuántas más tendrá ya a punto de terminar? Melocotones Helados -título sólo parcial y que no me gusta- supone otra vuelta de tuerca en la legítima búsqueda literaria de Espido Freire, su argumento viene mejor trabado, los personajes son más consistentes, como si la escritora se hubiese forzado a bajar a la tierra desde las demasiado aéreas cumbres de sus fantasías. Bien es cierto que no prescinde de sus habituales recursos al misterio, aquí encontramos una «Elsa» originaria que se pierde de niña en el bosque -por su afición a atarse los pies, qué extraña manía- cuyo destino ensombrece el de dos sobrinas póstumas bautizadas con su mismo nombre y que se distinguen como «la grande» y «la pequeña», todos descendientes de unos abuelos pasteleros de los que el hombre -que hizo una guerra cruel y abandonó en su día la tentación de la aventura- está mucho mejor trazado que la mujer.

 

 

 

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