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SEÑORA DE ROJO SOBRE FONDO GRIS - DELIBES, MIGUEL

 

 

Un bellísimo retrato de un amor madurado a lo largo de años de convivencia y una deslumbrante semblanza de una figura femenina memorable.

 

Un prestigioso pintor, sumido en una grave crisis creativa, desgrana ante su hija sus recuerdos más íntimos, en un monólogo que es a la vez un homenaje y un exorcismo del dolor que siente por la muerte prematura de su esposa, Ana, "una mujer que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir". Ana desprendía tanta belleza y plenitud que iluminaba la grisura cotidiana y los sinsabores de su enfermedad, de ahí el desconsuelo del pintor tras su pérdida.

 

Señora de rojo sobre fondo gris es una profunda lección de humanismo y de madurez artística. Novela muy emotiva y llena de amor, que le sirvió al autor como catarsis por la muerte de su esposa Ángeles, ocurrida bastantes años antes.

 

Una novela que parece poesía: hermosa, breve y cargada de sentimiento. Una novela corta escrita por la magistral pluma de un escritor irrepetible.

 

Ana, la esposa, era una mujer dinámica, activa, llena de vida, llena de ilusión en cada empresa que se proponía. Ana contagiaba una sensación de belleza y plenitud que cobró su verdadero alcance sobre el fondo gris de lo cotidiano y los sinsabores de la enfermedad.

 

"Le gustaba sorprender, dar sorpresas y recibirlas», resolutiva y «que amaba y sabía colocarse en el lugar del otro».

 

«Los libros nunca te resuelven los problemas, sino que te los crean, de modo que la curiosidad del lector siempre queda insatisfecha. Y así se inicia una cadena (de títulos a leer) que no puede concluir sino con la muerte».

 

En mi opinión, esta novela que acabo de terminar, representa el verdadero amor de pareja. No tengo palabras para describir lo que ahora siento. Es tan bello, tan sencillo, tan tremendo; me encantó porque muestra en unas pocas páginas el significado del amor, de lo que una persona puede marcar a otra con su presencia, su ánimo, su personalidad; muy bello sin duda.

 

La prosa de Delibes, más contenida, te toca muy dentro.

 

Una novela sobre la felicidad que vivimos a veces sin darnos cuenta, que desprende belleza en cada frase, amarga y dulce a partes iguales, con una calidad que sólo el gran maestro Miguel Delibes podía conseguir.

 

CITAS

 

(Me enamoré de este libro, de esta prosa y copié lo que más me gustó).

 

Uno de sus talentos radicaba en restaurar viejas mansiones sin afrentar al entorno; sin menoscabar la limpia estructura de la piedra y la madera.

 

No le agradaba implicar a nadie en sus veleidades; resolvía estos asuntos a su manera.

 

Le gustaba sorprender; dar sorpresas y recibirlas. Yo seguía encandilado con su sonrisa. Siempre admiré en ella su determinación, ese saber lo que quería, su manera de afrontar las cosas.

 

Éste era otro don de tu madre: tenía la facultad de inmiscuirse en casa ajena, incluso de interrumpir el sueño del prójimo, sin irritarlo, tal vez porque en el fondo todos le debían algo. Todos recibieron su llamada como cosa natural.

 

Una mujer que con su sola presencia aligeraba la pesadumbre de vivir. Un juicio definitivo. Ese tacto para la convivencia, sus originales criterios sobre las cosas, su delicado gusto, su sensibilidad. A veces bastaba su voz.

 

Limpió el piso de papeles comprometedores. Ella era práctica.

 

Conservó siempre viva la creencia. Nunca la basó en accesos místicos ni planteó problemas teológicos. No era una mujer devota, pero sí leal a los principios: amaba y sabía colocarse en el lugar del otro. En particular el Cristo del sermón de la montaña. Era la suya una fe simple, ceñida a lo humano; un cristianismo lineal, sin concesiones.

 

Era equilibrada, distinta; exactamente el renuevo que mi sangre precisaba.

 

Me maravillaba su capacidad de adaptación.

 

Una mujer como ella podría haberse desenvuelto bien en cualquier actividad que requiriese imaginación, ritmo y sentido de la armonía. Pero odiaba la rutina, y fue inconstante en sus estudios; le aburrían los libros de texto. Amaba el libro, pero el libro espontáneamente elegido. Ella entendía que el vicio o la virtud de leer dependían del primer libro. Aquel que llegaba a interesarse por un libro se convertía inevitablemente en esclavo de la lectura. Un libro te remitía a otro libro, un autor a otro autor, porque, en contra de lo que solía decirse, los libros nunca te resolvían problemas sino que te los creaban, de modo que la curiosidad del lector siempre quedaba insatisfecha. Y, al apelar a otros títulos, iniciabas una cadena que ya no podía concluir sino con la muerte. Sentía avidez por la letra impresa. Y me la contagió. Fue ella la que me aproximó a los libros, a ciertos libros y a ciertos autores. En realidad, me abrió las puertas de ese mundo.

 

Me llevó a Proust, a Musil, pero también a Robbe Grillet.

 

Hallaba paralelos inquietantes y su facilidad para teorizar era tal, que cada vez que exponía una idea te sentías avergonzado de que no se te hubiera ocurrido a ti.

 

Admiraba a Primitivo Lasquetti, el escritor maldito; una admiración inflamada, tutelar, aunque apenas le llevara seis o siete años. La prosa más brillante del último medio siglo: ningún otro crítico tuvo una visión tan personal del arte contemporáneo, emitió unos juicios tan divertidos y deslumbrantes; tan definidores.

Admiraba sus ideas, la densidad de sus ideas, pero también la forma de expresarlas. Primo sostenía que los cuentos no interesan en absoluto a los niños, que lo que los niños deseaban leer eran los libros que sus padres cerraban con llave en su biblioteca.              

Uno de los recuerdos más hermosos que conservo de ella es en su papel de abogada de Primo, sola, encendida, tenso el tendón de su frágil cuello.

 

Descubría la belleza en las cosas más precarias y aparentemente inanes. Y donde no existía, era capaz de crearla rompiendo con los valores establecidos, asumiendo todos los riesgos.

 

Si le hacía un regalo, no sólo aspiraba a que la sorprendiera sino a que la sorpresa fuera de su gusto. Pretendía que el objeto que, de repente, le apetecía, se me ocurriera regalárselo a mí. Esto le parecía natural, cuando tan difícil era. Yo la amaba tanto que hubiera sacrificado la falange de un dedo por acertar, siquiera un sola vez en la vida. Anhelaba sorprenderla, y cada vez que callejeábamos juntos, vigilaba su expresión ante las vitrinas de los comercios, escuchaba sus comentarios, observaba a las mujeres que admiraba; todo inútil. Hasta que las hijas os hicisteis adultas y con vuestra asistencia apenas había riesgo de equivocarse. Entre ella y las hijas existían vías de comunicación invisibles, una corriente por la que os transmitía sus vibraciones ante lo bello.

 

Abandonó los estudios por propia voluntad. Le irritaban la estructuración de la carrera, los profesores adocenados, las ideas impuestas. Para ella una sanción oficial de sus conocimientos  resultaba irrelevante, lo importante era tener esos conocimientos.

De proponérselo, hubiera sido una gran fabuladora. Narraba las cosas con ingenio; sus digresiones eran tan divertidas como el tema central, pero nunca se perdía; iba y volvía, graduaba el interés, demoraba el desenlace, remedaba a los personajes. Era imposible sustraerse a su hechizo; hubiera sido capaz de sostener la atención del auditorio durante semanas.

 

En las visitas a la cárcel no se sentía vejada. Sonreía, derramando optimismo entre los presos. Se aproximaba a vosotros con una nota en la mano. Un guión para aprovechar el tiempo. En aquellas sombrías reuniones, era ella la única que aportaba un poco de esperanza. Ese hombre no va a ser eterno, recuerdo que dijo la primera vez. Lo dijo serenamente, sin encono. No se ensañó, pero, al despojarle de sus títulos, lo apeó del pedestal, le arrancó las medallas del pecho, lo desnudó.

 

Odiaba las grasas. Le repugnaban. Esto formaba parte de su culto a la belleza. ¡Era tan armoniosa su figura! 

 

Recuerdo la actividad de tu madre en esa época: no dejaba un cabo suelto, no paraba. Tu hermana decía a veces: Hay días que no puedo seguirla. No quiso demorar la boda: Nadie tiene derecho a condicionar la vida de nadie.

 

La niña llenó su vida durante esos meses. Nunca imaginé que el primer año de un bebé tuviera que ajustarse a unas pautas tan delicadas. Junto a tu madre aprendí que el proceso evolutivo de un niño estaba lleno de matices. “Sigue mi dedo con los ojos. Tiende los brazos. Sonríe. Esta ropa le favorece…”

 

Procuraba desbrozarme el camino para que yo trabajase despreocupado. Era su fe lo que me animaba. Cuando la Academia votó mi ingreso en su seno, ella se mostraba radiante. Decía: Cada mañana, al despertar, me pregunto: ¿Por qué tengo que estar contenta? ¡Ah, sí la Academia!

 

En cualquier caso sabía lo que me convenía; lo que procedía hacer. Me organizaba las exposiciones. Gozaba con las dificultades. La nuestra era una empresa de dos, uno producía y el otro administraba. Ella asumió esta tarea espontáneamente, sin imposición de nadie. Y si yo no le pedí la gestión de nuestras cosas, tampoco consideré machista avenirme a que lo hiciera. Ella nunca se sintió postergada por eso.

 

En toda pareja existe un elemento activo y otro pasivo; uno que ejecuta y otro que se allana. Yo me plegaba a su buen criterio, aceptaba su autoridad. A sus amigas solía aconsejarlas evitar los encuentros frontales, un sabio consejo. El aspecto formal de la lucha por el poder durante los primeros meses de matrimonio se le antojaba grotesco, por no decir de mal gusto. Creía que el hombre cuida la fachada, y declina la dirección.

 

La zafiedad  la humillaba hasta extremos indecibles.

 

Delitos eran violar, matar, robar; la firma indebida de documentos era para ella un simple pasatiempo.

 

Juzgaba a las personas con un criterio primario: decentes o indecentes, pero ser catalogado de indecente suponía únicamente que había perdido su confianza. No iba más allá, era incapaz de rencores; menos aún de rencores vitalicios. La aburrían.

 

Las cosas que acababa de adquirir las extendía sobre su regazo para contemplarlas. Había en ella una suerte de deslumbramiento infantil ante lo nuevo-bello que rayaba el fetichismo.

 

Reformar los pisos donde vivía era una auténtica dependencia. No sabía vivir sin ello. Rara vez ordenó dar un mazazo inútil. Veía más allá que el común de los mortales. Tenía el ojo enseñado a mirar; nació con esta intuición selectiva. Sus debilidades arquitectónicas, estando Leo y tú en la cárcel, las satisfizo con esta vieja casona. Empeñó en esta obra toda su imaginación y consiguió lo que se proponía: una luz blanca, sin sombras y mucho silencio. Pero cuantas más facilidades se me daban, mayor era mi incapacidad. Le culpé a ella, fui injusto y atrabiliario, le dije que era imposible trabajar en la pura asepsia… Apenas se inmutó.

                                                                                                                                                                                                     Mi pataleta era tan infantil que no merecía respuesta. Pero su indiferencia se volvió contra mí: me hizo verme pequeño y ruin; sentirme incómodo dentro de mi piel. Le tomé la mano y le pedí perdón. No obstante, es ahora, a cosa pasada, cuando deploro mi mezquindad. Es algo que suele suceder con los muertos: lamentar no haberles dicho a tiempo cuánto los amabas, lo necesarios que te eran. Adviertes que aquel que te ayudó a ser quien eres se ha ido de tu lado y, entonces, te dueles inútilmente de tu ingratitud. La imposibilidad de poder replantearte el pasado,  rectificarlo, es una de las limitaciones más crueles de la condición humana. Incluso te parece ridículo el reconocimiento ante los allegados. En la vida has ido consiguiendo algunas cosas, pero has fallado en lo esencial, es decir, has fracasado. Esta idea te deprime, y es entonces cuando buscas apuradamente un remedio para poder arrostrar con dignidad el futuro.

 

Algunas tardes, en las sobremesas de mediodía, me preguntaba si me volvería a casar si ella muriera.  Pensaba que había iniciado la conversación para que yo la halagase y le decía: Tú eres un hallazgo; no es probable que se repita.

 

Cuando Gus tuvo hepatitis se leyó dos libros sobre el control de la mente y, le convenció, al fin, para que accediera a hacerse los análisis. Esta paciente actitud ante los enfermos adoptaba formas preceptivas con los viejos.

 

Daba la impresión de que ella, como un hada buena, iba tomándolos de la mano, uno a uno, para trasladarlos a la otra orilla. Todos en casa nos considerábamos con derecho a ella, nadie renunciaba a su parte de ella. Y, fuera, ocurría otro tanto. Atendía a todos, lo mismo a los viejos, con sus cominerías, que a los adolescentes con sus equívocas intimidades. No regateaba su entrega. Hace años que no duermo; pierdo el conocimiento, me decía en broma algunos días. 

 

A la niña resolvió no mimarla demasiado para no echarla a perder. Pero, la niña se percataba que era la reina.

 

Estaba su atractivo, es cierto, pero también su intuición, su admirable capacidad para crear ambientes. No valoraba su talento. Le ocurría lo mismo con el cóctel, con su dominio de la técnica festiva; tampoco lo apreciaba. Para ella cambiar de interlocutor cincuenta veces en una tarde era normal. Algo tan sencillo como respirar. Afrontaba en cada caso a los desconocidos con una calidez tan específica que cada uno quedaba con la ilusión de haber sido distinguido por ella. Dominaba ese arte tan difícil de abandonar a una persona y dirigirse a otra sin humillar a la primera; conectaba y desconectaba sobre la marcha, deportivamente, la sonrisa en los labios, y a la hora de las despedidas, todo el mundo se hacía lenguas de su afabilidad.

 

Su atractivo era tan irresistible que, en el funeral, la gente lloraba. Ante aquella consternación general, pensé que el poder de seducción de tu madre era arrebatador.

 

En la primavera, por primera vez la vi lábil, dominada por algo. En cualquier lugar del mundo donde hubiera vitrinas, museos, teatro o monumentos, es decir cosas bellas que admirar, tu madre era incansable.

Era enemiga de difundir malas noticias: A Ana no le habléis de esto; es una tontería, nos rogó. Estaba baja de tono pero deseaba despreocuparnos, que el ritmo de la casa no se alterase por su causa. Se mostraba jovial, pero refrenada, buscando camas, divanes, puntos de apoyo donde recuperar fuerzas.

 

Cuando ella se apagaba, todo languidecía en torno. Sus esfuerzos por sobreponerse no engañaban a nadie, resultaban incluso patéticos.

 

Pensé que era la menopausia. Pero ella no lo aceptó. Levantaba la voz para decírselo; sustituía los argumentos por voces, como siempre que uno no está convencido de lo que está diciendo.

 

El diagnóstico apunta la posibilidad de un tumor. Los tumores en esa zona suelen ser benignos. Había caído tan hondo que cualquier otro juicio, el menor gesto, necesariamente habían de impulsarme hacia la superficie. No me atreví a mirarla a los ojos. Sabía que en cuanto me mirara a los ojos lo descubriría todo (veía detrás de los ojos, detrás de las palabras, en particular de los míos, tan transparentes). Se lo dije. Me asombró su respuesta. En el peor de los casos, yo he sido feliz 48 años; hay quien no logra serlo cuarenta y ocho horas en toda una vida.

 

Al bajar de la consulta del neurólogo comentó: Como médico será una notabilidad pero la casa parece que se la han puesto sus enemigos.

 

Sus ideas sobre lo bello y lo feo eran categóricas: Había en ella una predisposición contra lo preparado, lo obvio, lo pretencioso. En las casas le desconcertaba la inclinación al bulto, la aglomeración. Amaba los espacios libres, los muebles desnudos, el brillo espartano de una mesa de nogal. Y aborrecía, en cambio, las vitrinas, la exhibición, los bibelots, los libros en piel, los cuadros demasiado altos. En la naturaleza no era el orden natural sino el desorden lo que admiraba: el caos profundo de una noche estrellada o la frondosidad impenetrable del bosque. En la naturaleza sobraba la cuadrícula, la línea recta, la medida. Como sobraban los remedos: el parque simulando un bosque. Su idea sobre el mundo vegetal era muy severa: debía existir, pero ajeno a toda domesticidad. Le conmovía la belleza de un macizo de flores iguales en el rincón más humilde e imprevisto de un jardín, y, detestaba, por  contra, las glorietas de recibo, los arriates ostentosos, la miscelánea de los parterres. Esta faramalla le producía la misma ingrata impresión que una flor en una maceta o un pájaro enjaulado. Para ella las flores eran la imagen de lo espontáneo, de lo libre, lo más opuesto a la organización. Y todo lo que supusiera constreñir su libertad, hacer geometría con ellas, constituía un contrasentido. Sus juicios, que no ocultaba, escandalizaban a los estetas de la ciudad pero nadie solía darlos de lado.

 

Quizá fuera su capacidad para sorprender lo que me deslumbró  de ella, lo que a lo largo de los años me mantuvo tenazmente enamorado.

 

Alicia decía: Para intimar con mamá no hay como casarse. ¡Siempre pensé que sentía predilección por Ana!

 

Ella y tú congeniasteis siempre. Tú coincidías con ella en muchas cosas, en casi todas, pero carecías de su autonomía; antes de dar un paso requerías su parecer. Y una vez que la niña nació se hizo ya imposible contar con ella. Su debilidad por los bebés aumentaba con la edad. Probablemente veía en la niña un eco o intuyó, en esta subrogación, la inmortalidad. Cada mañana  decía: Tengo una nieta y por eso estoy contenta.

 

La presencia de la niña la hacía feliz; sobrevaloraba el hecho de ser abuela; el mismo vocablo abuela, lo paladeaba como un caramelo, le producía placer. Menospreciaba a los que recurrían a eufemismos para suavizarlo. Gustaba de ejercer de abuela, de proclamarlo. Cada vez que llegaba parecía renacer, observaba sus pasos vacilantes: Echa el pie lo mismo que su abuelo. ¡Siempre sus perspicaces observaciones! La analizaba facción por facción, aproximaba los ojos a su carita, la alejaba como buscando una perspectiva, observaba sus manos, las uñas de sus dedos, la densidad de su cabello, sacaba parecidos, y en esta inspección se olvidaba del dolor.

 

Temió que su devoción la desbordase, que un celo excesivo pudiera perjudicarla. Se esforzaba en controlarse, en no exteriorizar su ternura, en dominar sus emociones.

 

Había dos edades en los hijos que la enternecían: los primeros meses y la adolescencia. Ella percibía sin duda el desvalimiento que se produce en los niños a estas edades. Mientras erais bebés pasaba las horas muertas con vosotros en brazos, dibujaba con un dedo vuestros bostezos, las húmedas boquitas, y os estrechaba contra su regazo como si pretendiese meteros dentro de su cuerpo otra vez. Literalmente se conmovía, se le humedecían los ojos. Cuando crecíais os veía suficientes, sin una necesidad imperiosa de ella. Después diríase que revivía en vosotros su adolescencia, los rebuscados problemas. Este proceso del desarrollo lo vivía de cerca, emocionalmente, y es cuando empezaba a anudarse entre vosotros una relación que se hacía especialmente intensa al aproximarse la hora de la separación.

 

En las sobremesas, solíamos sentarnos frente a frente y charlábamos. Pero las más de las veces, callábamos. Nos bastaba mirarnos y sabernos. Nada importaban los silencios, el tedio de las primeras horas de la tarde. Estábamos juntos y era suficiente. Cuando ella se fue todavía lo vi más claro: aquellas sobremesas sin palabras, aquellas miradas sin proyecto, sin esperar grandes cosas de la vida, eran sencillamente la felicidad.

 

Una casa oxigenada, agradable para vivir.

 

Movido por el deseo de serle útil me convertí en su sombra. Descubrí que leía Agonía de Ungaretti.

 

Solía ocurrir que la conversación fluía cuando no la buscábamos. Yo sabía que el anuncio del corte de pelo la había llenado de zozobra, aunque se hubiera abstenido de comentarlo.

 

Pensaba que mi incapacidad se debía a que ella era mi motor y el motor se había averiado. Su fe me fecundaba porque la energía creadora era de alguna manera transmisible. Se me envenenó el humor y ella me preguntaba por qué me había vuelto tan hosco con la gente. Yo deseaba ayudarla, aunque no dejara de advertir que era inútil tratar de restituir de golpe lo que uno ha recibido a lo largo de una vida.

 

En el estudio le confieso que me falta inspiración desde que ella enfermó. Repentinamente rompí a llorar. Me besó espontáneamente. La besé. Nos besamos otra vez, luego muchas, cada vez más honda y frenéticamente, y acabamos amándonos allí mismo, sobre el diván, como habíamos hecho otras veces. Fue nuestra despedida.

 

Su pelo era para mí algo tan esencial que demoré su sacrificio hasta última hora. Todos pretendíamos imprimir un aire de cotidianidad al acto, cuando lo cierto es que existía tal tensión como si estuviéramos asistiendo a los preparativos para decapitarla. Inopinadamente ella levantó una mano e interrumpió la operación. No haces falta aquí, me dijo. Me apresuré a desertar.

 

Disponía de unas llaves muy precisas para controlar el pasado y el futuro; sabía disfrutar del presente en toda su intensidad.

 

Tenía el privilegio de ver las cosas por su lado optimista y yo le seguía la corriente.

 

La operación había sido un éxito, el tumor raído y ella había hablado después con la mayor coherencia, ¿cómo pensar que se pudiera morir?

Un imprevisto: un infarto del tronco cerebral. A partir de ahí pierdo la claridad de mis recuerdos; todo está como entre nieblas. La última noche sufrí extrañas pesadillas.

Experimenté, por primera vez, una rara invalidez y dije: Habíamos soñado envejecer juntos.

Las mujeres como Ana no tienen derecho a envejecer. Si la muerte es inevitable, ¿no habrá sido preferible así?

 

 

MÁS DATOS SOBRE EL LIBRO:

 

Miguel Delibes publica ‘Señora de rojo sobre fondo gris’ en septiembre de1991. A un año escaso de haber cumplido setenta años, fecha que él mismo se había fijado como meta para dar por finalizadas algunas actividades: cazar y escribir novelas, entre otras. No cumplió el escritor su propósito, para satisfacción de sus lectores, y nos ofreció uno de sus textos narrativos más emotivos y de más acendrado dramatismo que han salido de su pluma. En él recrea literariamente la vida y muerte de una mujer, la de su esposa Ángeles, fallecida en 1974. «Desde qué sé yo cuándo –comentó Delibes al publicar la novela– venía incubando la idea de rendir un homenaje literario a mi mujer, a Ángeles. Pero lo iba dejando por miedo a no atinar. Porque lo que tenía claro es que mi homenaje no podía ser un desahogo sentimental, una elegía evocando a la esposa perdida, sino una novela, y a ser posible una buena novela. Y en esto el tiempo, el distanciamiento del tiempo tenía, sin duda, mucho que ver. Y cuando ya me decidí, la primera escritura fue muy penosa. Porque, a pesar de los más de quince años transcurridos, la emoción afloraba y entorpecía la pluma. Luego, la disciplina y el oficio fueron ganándo la partida y logré ponerme en mi sitio de novelista, exclusivamente de novelista».

En relación al título de la novela, Miguel Delibes lo explica así: «Hace referencia al de un cuadro que sale en la novela y que no es otro que el retrato de Ángeles que pintó Eduardo García Benito y que tengo en mi escritorio. ‘Señora de rojo sobre fondo gris’: eso es el cuadro y ésa era mi mujer, el título del libro está lleno de intencionalidad». «Fue en esta etapa –leemos en la novela– cuando García Elvira le pintó el famoso retrato con el vestido rojo, un collar de perlas y guantes hasta el codo. Mi gran curiosidad por ver como resolvía el fondo del cuadro no se vio defraudada: lo eludió, eludió el fondo; únicamente una mancha gris azulada, muy oscura, en contraste con el rojo del vestido». García Elvira no es otro que el pintor García Benito, lo mismo que otros personajes enmascaran nombres de carne y hueso relacionados con el novelista: Evelio Estefanía es, por ejemplo, Julián Marías; César Varelli es César Alonso de los Ríos, o Primitivo Lasquetti evoca a Francisco Umbral. Sin embargo, el alcance biográfico de la novela sería uno de los extremos peor aceptados por el autor a raíz de los comentarios de prensa tras la aparición del libro. Delibes insistió siempre en que lo que importaba era la novela en sí y no lo que pudiera haber de autobiográfico en ella.

Y desde la motivación primera del relato, la novela emana una honda desolación que hace recordar la primera que escribiera Delibes 45 años atrás.

‘Señora de rojo sobre fondo gris’ narra, al fin y al cabo, la misma amargura por la pérdida del ser querido que ‘La sombra del ciprés es alargada’. La muerte, una de las constantes de la narrativa delibeana, vuelve a ser aquí la protagonista implacable y absoluta. Y aquella reflexión del niño Pedro: «Morir no es malo para el que muere; es tremendo para el que queda navegando por la estela que el otro trazó, desbrozando, soportando una vida larga, fofa, despojada del menor aliciente…», bien podría repetirla el pintor Nicolás (‘alter ego’ de Delibes) en ‘Señora de rojo sobre fondo gris’.

 

Desde la primera página queda expresado que en cualquier movimiento y en cualquier mirada del hombre, está ella. Y desde ella, se dibujará él mismo. Desde ella, la casa. El paisaje, el pulso que corresponde. Se irá descubriendo la cualidad, lo intrínseco, sin pasos estériles o vanos, porque hasta lo que se entiende por normalidad establecida se hace pensamiento de vida. El hombre enamorado se mueve en su hechizo, la contempla, observa y goza de esa manera desde la que la mujer actúa con imaginación y buen gusto, con una claridad que la confirma. O con rechazo ante lo vulgar y zafio. Y él asiente. Y ama. Y se aman. Es conjunción cuanto se establece y los ocupa. Emoción la necesidad de la persona que no sólo acomoda, congrega vida, sino la vida que el otro elegiría. Para el hombre del relato todo lo que le rodea tiene sentido, porque ella está. Será lo elegido aquello que ella estima, conduce, valora y señala como exacto, justo, sensible. Un mundo abierto al alcance de la mano, como un paisaje que se respira.

 

 

ESCRITORES QUE SE CITAN EN LA NOVELA

 

Robert Musil (Klagenfurt, 6 de noviembre de 1880 – Ginebra, 15 de abril de 1942) fue un escritor austríaco. Su obra más conocida es El hombre sin atributos.

Su tarea fundamental fue escribir una larga (dos volúmenes), panorámica e inacabada novela, El hombre sin atributos (1930–1943), donde examina la existencia sin objetivos de su personaje principal, Ulrich, un antihéroe, sobre el fondo de la sociedad austriaca anterior a 1914 en plena crisis; la minuciosa recreación la lleva a cabo considerando una especie de sociedad patriótica (la acción paralela), las discusiones con unos amigos nietzscheanos, y ciertos amoríos, incluyendo sus raras relaciones con su hermana. El hombre sin atributos constituye una de las obras narrativas más ambiciosas del siglo XX, en la que se discuten mil teorías, y consagró póstumamente a su autor, como un escritor que en sus obras combinó de una manera excepcional la ironía con la utopía, para analizar la gran crisis espiritual de su época y la descomposición del Imperio austro-húngaro.

 

Alain Robbe-Grillet (Brest, 18 de agosto de 1922 - Caen, 18 de febrero de 2008) fue un escritor y cineasta francés. Fue el principal teórico y animador del movimiento literario llamado nouveau roman (traducido como nueva novela).

En 1953 publicó Les gommes, su primera obra con esa intención narrativa, que obtuvo el Prix Fénéon. En 1954 apareció Le Voyeur que fue premiado con el Prix des critiques en 1955. También escribió importantes guiones de cine, como El año pasado en Marienbad, dirigida por Alain Resnais en 1961, y fue él mismo director de cine, destacando en su filmografía películas como El inmortal, Jugar con fuego o La bella cautiva).

 

Giuseppe Ungaretti (Nació en 1888 en Alejandría, Egipto – murió en Milán el 2 de junio de 1970) fue un poeta italiano.

De padres italianos, nació el 8 de febrero de 1888 en Alejandría (Egipto), a donde su familia se había trasladado porque el padre trabajaba en la construcción del canal de Suez. Estudió durante dos años en La Sorbona de París y colaboró con Giovanni Papini y Ardengo Soffici en la revista “Lacerba”. En 1914 volvió a Italia y al estallar la Primera Guerra Mundial se enroló voluntario por compartir el destino de sus contemporáneos. Combatió en el Carso (provincia de Trieste) y luego en Francia.

En 1916 publicó en italiano la colección de poesías El puerto sepultado donde refleja sus experiencias en la guerra, en la que se ha encontrado con la humanidad más pobre, la del dolor cotidiano; en 1919 publica una segunda colección titulada Alegría de náufragos en la que muestra una poesía nueva.

 

Durante su estancia en París, Ungaretti frecuentó la compañía del filósofo Henri Bergson. Lee a Leopardi, Baudelaire, Nietzsche. Su obra se conocerá progresivamente en Francia por las traducciones de un amigo, con el que tuvo cada vez más trato, el poeta Philippe Jaccottet. Después de la guerra ya colaboró asiduamente con revistas y trabajó luego en un ministerio como profesor de idiomas. En 1933 publicó Sentimiento del tiempo. Solamente obtuvo un puesto fijo cuando, a causa de su fama como poeta, fue nombrado en 1942 profesor en la Universidad de Roma, puesto en el que se mantuvo hasta 1958. Antes de entonces, entre 1936 y 1942, había sido también profesor de italiano en la Universidad de Sao Paolo (Brasil), periodo durante el cual sufrió la pérdida de su hijo de nueve años. Entre 1942 y 1961 publicó una serie de poesías titulada La vida de un hombre, la cual le convierte junto a Eugenio Montale y Salvatore Quasimodo en uno de los fundadores y miembro destacado de la escuela hermética italiana.

 

La evolución artística de Ungaretti sigue un itinerario que va del paisaje a la humanidad, a la revelación religiosa, al impacto del contacto con la poderosa naturaleza brasileña, al dolor por la muerte de su hijo y al retorno a Roma en el momento en que estalla la Segunda Guerra Mundial. Estos dos últimos sucesos son el origen de su libro El dolor, publicado en 1947. A través de la desesperación, el poeta descubre la responsabilidad humana y la fragilidad de sus ambiciones. Ungaretti, en medio del pesimismo con que contempla la trágica condición humana, encuentra un mensaje de esperanza para los hombres.

Los últimos veinticinco años de su vida representan un examen crítico del pasado y traslucen una fuerte ansia de renovación. Murió en Milán el 2 de junio de 1970.

Obra traducida al español: El cuaderno del viejo.

Hay una especie de íntima satisfacción, de paradoja secreta, en el modo de entender Ungaretti el concepto de la vejez. Como la de quien acaba de inaugurar una amistad nueva o como la de quien ha descubierto recientemente que puede amar lo que había estado temiendo encontrarse durante toda la vida, pero no quiere lanzar las campanas al vuelo. Esa clase de hallazgo reconfortante. La vejez puede ser una tensión, y un afilamiento. Un sistema de detección de sobras, un mecanismo de limpieza formal y una forma de intimidad, un código sensible. Vale tanto para prescindir como para necesitar, tanto para apegarse como para despegarse, para establecer una distancia, y un alejamiento, como para suscitar una cercanía, una proximidad, una disponibilidad. Es, sin apartarnos de su condición paradójica, el límite del tiempo, la falta de tiempo y es tener todo el tiempo del mundo. Es un apremio y es una porción generosa.

 

 

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